El buen saber es callar, hasta ser tiempo de hablar.
Cuando no hay nada que decir, es mejor callarse. Eso de forzar conversación, de querer decir más de lo que se tiene capacidad de decir, de intentar seguir por un camino al que no se ve final, es firmar un error por adelantado.
Esto es algo que he aprendido por fuerza. La experiencia de dar cursos, de intentar enseñar, de comunicar, es algo fantástico, pero hay que tener claro el manejo. Si para conducir necesitamos un carnet, para ponerse delante de gente a contar una historia, enseñar algo nuevo, compartir, aprender… debería necesitarse algo parecido. Yo he tenido la suerte de disponer del mejor para enseñarme, lo que ni por un momento asegura éxito, pero aún hay gente que cree que eso de enseñar es algo facilón, ni los conocimientos los tiene sólo el que habla subido al estrado, ni el resto se limitan a escuchar y aprender porque es lo que tienen que hacer.
Nada más lejos de la realidad, las normas las pone quien escucha, y si sabe y quiere aprender, mucho más. La prepotencia subido a un estrado es síntoma de debilidad, no es que ya los maestros no peguen a los niños, es que los niños saben lo que quieren de los maestros y de cierta forma, los que pegan son ellos, exigen y tienen claro lo que hacen allí sentados, y en un entorno profesional mucho más.
Hablar de más para rellenar huecos es un error no sólo en entornos de formación, también en el campo personal y profesional, pero eso, aunque no nos guste, lo sabemos todos. Si asistimos a un curso, sea del tema que sea, esperamos contenido, no relleno, y me explico:
- Contenido: Algo que nos ayude, algo nuevo, algo aplicable y que nos ayude a rentabilizar el tiempo invertido en la formación
- Relleno: Chascarrillos, palabras sueltas faltas de finalidad real formativa, tiempo no desperdiciado pero falto de conceptos realmente aplicables, muchas veces necesario pero otras muchas prescindible.
Mi maestro me ha enseñado bien, una suerte para mí. Otra cosa es lo que yo haya aprendido. Pero en cada brick formativo dejaba las ideas justas para poder asumirlas y darles sentido. No perdíamos el tiempo, no era un rato para tomar un café. Era algo práctico, repleto de contenido, sin divagaciones, sin rellenos innecesarios y sobre todo, entretenido, amable, agradable y simpático, nada forzado, algo que no se atraganta al entrar, al contrario, algo que sin darte cuenta saboreas y descubres a cada trago. (Debo decir que en ciertos momentos me las hacía pasar canutas, pero todo tenía una finalidad… cosas que se van aprendiendo)
La experiencia en aula, eso de ponerte delante de gente que espera contenido, no es fácil, como dicen los artistas de teatro, todas las funciones te ponen nervioso, en todas tienes ese puntito de curiosidad por saber cómo saldrá todo, ¿Cómo será este grupo? Sin querer imaginamos cómo va a ir la sesión (o cómo nos gustaría que fuera) y procuramos sobre todo, como bien me enseñaron, divertirnos, pasar un buen rato nosotros, y hacérselo pasar a los de enfrente, que no olviden las cosas nada más salir de la sala. Deseamos que, en algún momento de sus vidas, en un futuro, algún día recuerden algo de aquello que les contó un tipo en aquella sala, y lo puedan aplicar a lo que tienen enfrente, y les sirva, y los hagan suyo. Y es una experiencia fantástica, tanto si sale bien como si no tan bien. De una salimos satisfechos y de la otra aprendemos dónde hemos fallado y qué debemos hacer para que no se repita.
Nadie puede garantizar que una sesión formativa sea un éxito de entrada, pero si la preparación es correcta y no vamos a “ver qué pasa” sino a participar, desde el puesto que nos toque (mostrador u observador), tendremos la mitad del camino ganado.
Y divertirse, sea cual sea el tema, tratemos siempre de vivir un momento especial.