Cuando lo imposible se rompe
Hay quienes consiguen hacer posible lo que parecía imposible.
En estos días, me han preguntado mucho sobre la comunicación y el bloqueo que sienten algunas personas llegando a quedarse en blanco.
No puedo menos que traer de mi recuerdo, una experiencia que viví en Canarias. Una sesión de comunicación en público con siete participantes. Fue una jornada que marcó un recuerdo especial.
Mereció la pena.
Inicié la sesión con la metodología y estilo habitual. Los asistentes distribuidos en formato U. Esos primeros minutos en los que, como formador, realizas una exposición con la que captas la atención, ubicas, generas interés, empiezas a legitimarte y, al mismo tiempo, inicias el recorrido de evaluación de cada uno de los profesionales que van a compartir contigo esas horas de entrenamiento.
Desde el principio, me di cuenta de que alguien que no estaba bien.
Una persona que aunque intentaba simular seguridad, dejó escapar gestos que demostraban su incomodidad, que quería estar ahí, pero que tenía miedo. Decidí mentalmente, mantener una alerta especial sobre ella. Se trataba de una mujer joven, sonriente en su gesto, pero con una elevada carga de ansiedad en su mirada.
Llegó el momento en el que invité al grupo a preparar durante unos pocos minutos, su primera presentación. Daba igual el contenido. Quería verles en acción y que ellos se lanzaran a esa piscina que iba a ser su escenario de aprendizaje durante ese día. Sí, es cierto, sólo disponíamos de una jornada; pero en una jornada se pueden conseguir no todos, pero muchos de los avances que ayudan a la gente a progresar en esa competencia tan atractiva y necesaria.
Ella se aferraba a su lápiz trazando líneas temblorosas sobre el papel.
Me acerqué y comprobé que estaba llorando. Me miró y sonrió con esa ansiedad de quien quiere y no quiere al mismo tiempo, de quien sabe que tiene que superarse y sabe también que no lo va a conseguir, porque empieza a sentir esas sensaciones que en otras ocasiones la han bloqueado.
Era consciente de que el grupo estaba muy pendiente, aunque siguiera cada uno preparando su exposición, de lo que iba a hacer con su compañera. Acerqué una silla y me senté frente a ella. Le dije: “Lo estás pasando mal, ¿verdad?”. Mi comentario provocó más llantos y su justificación. Me habló de sus miedos, de sus malas experiencias, de que tenía que superarse, de que para eso había venido. “Voy a ayudarte, vas a pasarlo mal, pero si me das como plazo esta jornada, te enseñaré a cómo superar esto”.
Ella me dijo que sí, en parte, esperanzada y, en parte, atemorizada. Era consciente de que hay veces que se puede conseguir y otras muchas, no. Pero en este caso, el valor que ella estaba poniendo, la necesidad que demostró sentir, esa lucha interna que se percibía con claridad, eran ingredientes que no debía ni podía dejar que pasaran sin aprovechar.
Como siempre, la sesión la fui dirigiendo profundizando en ese modelo de comunicación en el que tanto creo, y ajustando la exigencia a lo que era capaz de percibir en cada uno. Fueron realizando sus exposiciones.
Le llegó el turno.
Le pedí que trabajara sentada, desde su puesto. Yo también me senté, a unos metros de distancia y utilicé una técnica, que después compartiría con ella, para guiarla y apoyarla en ese primer intento de exposición. Respondió bien, muy nerviosa pero sobreponiéndose a sí misma. Cuando terminó, me levanté, me dirigí hacia la pizarra de papel y le expliqué a ella y al grupo la técnica que había utilizado, dejando claramente anotado en el papel, con palabras sencillas y visibles, la secuencia que había recorrido en esa primera exposición sentada.
Llegó el momento de forzar la situación.
Le pedí que se levantara y que se pusiera frente al grupo. Sus movimientos demostraban lo que estaba viviendo por dentro. Le dije que iba a repetir la exposición y coloqué la pizarra de papel entre ella y sus compañeros. Comprobé que eso la relajaba. Esperé unos segundos y sin que se lo indicara, inició su exposición. Voz temblorosa, el cuerpo se movía en lentas oscilaciones, las manos se frotaban una contra otra, pero consiguió hacerlo. Era su primer éxito de la sesión. El grupo la recibió con un aplauso lleno de cariño y admiración.
Siguió la jornada.
Ya estábamos en el tramo de la tarde. Ellos realizaban las últimas exposiciones. Era voluntarias. Salía quien quería. Quedaba sólo media hora para terminar y ella dijo: “Ahora salgo yo”. Se hizo el silencio en la sala. Recorrió el lateral de la U. Se puso frente al grupo mientras colocaba esas cuartillas que pedí que prepararan con la técnica que habíamos compartido previamente. Empezó a hablar. Impresionaba el esfuerzo que estaba haciendo. No dejaba de mirar a sus compañeros. Siguió la secuencia de su exposición, titubeando pero firme. Tres minutos hablando. Tres eternos minutos para ella. Tres inolvidables minutos para quienes asistimos a esa demostración de valentía. Terminó. Sonreía contenta recibiendo el aplauso que hizo que algunos de ellos se levantaran y chocaran la mano con ella. Entonces se vino abajo. Los nervios se liberaron y lloró. Pero esta vez no era por miedo, sino por la alegría que sentía al saber que lo había conseguido.
Le quedaba un largo camino; pero había dado el paso más difícil. Lo dio porque sabiendo que no podía eliminarlos, debía luchar contra sus miedos. Lo dio porque sabía que otros lo conseguían en circunstancias parecidas a la suya. Lo dio porque confió en quien le dijo “puedes y puedo ayudarte”. Lo dio porque el grupo supo acompañarla sin sobreprotegerla, dejándola ser ella y animándola en su esfuerzo.
Esta experiencia es una clara demostración de que los miedos pueden vencerse cuando uno cree, se decide a enfrentarse con sigo mismo y se deja guiar.
El temor en una comunicación es un compañero de viaje que siempre estará ahí, pero que se puede gestionar.