Cuando escribes estás hablando de ti
¿qué huellas vas dejando tras de ti?
Comunicamos a todas horas. En una reunión, en una conversación familiar, en un correo electrónico o en un simple mensaje que dejamos por escrito. Cada palabra que decimos o escribimos transmite mucho más de lo que imaginamos: refleja nuestra forma de pensar, de sentir y de relacionarnos con los demás.
Y sin embargo, no siempre somos conscientes de la importancia que tiene comunicar bien, no solo oralmente, sino también por escrito. Escribir es una forma de pensar en voz alta. Nos obliga a ordenar ideas, a encontrar el tono adecuado, a elegir las palabras que mejor expresan lo que queremos decir y, sobre todo, a conectar con quien nos lee.
Compartimos contenidos en múltiples espacios: correos de trabajo, publicaciones en redes, artículos, blogs, informes, libros o incluso cuentos que escribimos para quienes queremos. Cada uno de esos canales tiene su propio lenguaje, su ritmo, su manera de acercarse al otro. Y en todos ellos se refleja algo esencial: nuestro estilo literario, esa huella personal que va dejando cada palabra cuando nos tomamos en serio la comunicación.
¿Qué es realmente el estilo literario?
El estilo literario es el conjunto de rasgos que caracterizan la manera de escribir de una persona. Es la “huella dactilar” con la que expresamos ideas, emociones o conocimientos. No surge de un día para otro, sino que se construye con el tiempo, a base de práctica, lecturas, observación y conciencia de lo que queremos transmitir.
Cada uno de nosotros desarrolla un estilo propio, resultado de tres ingredientes: intención comunicativa, sensibilidad estética y autenticidad. Y cuando esas tres piezas encajan, el mensaje fluye, llega, y deja algo en quien lo recibe.
La intención comunicativa
Detrás de cada texto debería haber una intención. Ese “para qué” escribimos: informar, emocionar, enseñar, convencer, inspirar o simplemente compartir. Cuando la intención está clara, el mensaje cobra sentido y coherencia. En cambio, cuando no lo está, las palabras se dispersan, se diluyen, y el lector no sabe bien hacia dónde quiere llevarlo quien escribe.
La intención comunicativa es lo que da dirección a nuestro estilo. No es lo mismo redactar un correo que busca resolver un conflicto que escribir un cuento para un nieto o un artículo para un medio profesional. En cada caso, el tono, el ritmo y el vocabulario cambian, pero lo que debe mantenerse es la claridad en lo que queremos provocar en quien nos lee.
La sensibilidad estética
La sensibilidad estética no tiene que ver con “escribir bonito”, sino con saber mirar con sensibilidad lo que se quiere contar. Es la capacidad de elegir las palabras, las pausas y los silencios que hacen que un texto suene natural, equilibrado y, a su manera, bello.
Esa estética puede expresarse de muchas formas: con sencillez, con profundidad, con humor o con elegancia técnica. Cada persona la encuentra en su propio territorio, pero lo esencial es que el texto transmita armonía. En el entorno profesional, la sensibilidad estética se nota en los correos bien estructurados, en los informes claros o en las presentaciones cuidadas. En lo personal, se percibe en los mensajes que, más allá de lo que dicen, suenan bien porque están escritos con respeto y con intención.
La autenticidad
La autenticidad es el alma del estilo literario. Escribir con autenticidad significa no fingir una voz que no es la nuestra, no tratar de sonar como alguien que admiramos, sino encontrar nuestro propio tono, nuestra manera de mirar el mundo y de contarlo.
El lector percibe enseguida cuando un texto es genuino. Hay algo en el ritmo, en la elección de las palabras o en la emoción que lo atraviesa, que lo hace cercano y creíble. Por eso, la autenticidad no se improvisa: se construye con el tiempo, con la práctica y con la confianza de que nuestra voz —con sus matices y su imperfección— tiene valor.
En el ámbito profesional, ser auténtico al escribir nos da coherencia; en el personal, nos da verdad. Y cuando ambas dimensiones se alinean, el estilo deja de ser solo una forma de escribir para convertirse en una forma de estar en el mundo, en una reputación personal y profesional sin fisuras.
Los elementos que dan forma a nuestro estilo
Aunque no hay una fórmula exacta, sí hay algunos componentes que nos ayudan a reconocer y pulir nuestro estilo literario:
El tono, que refleja nuestra actitud emocional o intelectual. Puede ser reflexivo, irónico, técnico, poético o cercano, pero debe ser coherente con lo que somos y con lo que queremos provocar.
La voz, que define quién habla y desde dónde. No es lo mismo narrar en primera persona que hacerlo desde fuera; cada perspectiva genera una relación distinta con quien nos lee.
La estructura y el ritmo, que determinan cómo se ordenan y fluyen las ideas. A veces lo lineal funciona; otras, el ritmo pide pausas, giros o saltos que mantengan la atención.
El léxico, el vocabulario que elegimos. Las palabras son nuestras herramientas: pueden ser precisas, poéticas, coloquiales o académicas, pero deben ser vivas y naturales.
Las figuras retóricas, que aportan belleza, fuerza o emoción. Una metáfora o una pausa bien colocada pueden decir más que un párrafo entero.
El propósito comunicativo, porque escribir no es solo decir: es buscar un efecto. Queremos enseñar, emocionar, persuadir o hacer reflexionar.
La relación con el lector, que es el destino final de toda comunicación. La distancia o la cercanía que establecemos con él cambia completamente la experiencia de lectura. Todo esto cobra un matiz especial cuando el lector para el que escribimos somos nosotros mismos.
Un estilo que evoluciona contigo
Tu estilo literario no es algo fijo. Evoluciona contigo, igual que tu forma de ver el mundo o de entender las relaciones personales y profesionales. Cuanto más escribes, más consciente eres de cómo quieres hacerlo. Y cuanto más tiempo y cuidado le dedicas, más reconocible se vuelve tu voz.
Por eso merece la pena cultivar el estilo, igual que cultivamos las relaciones o el pensamiento.

